jueves, 8 de agosto de 2013

La belleza del arte que no poseo es precisamente esa, la libertad de que sea ajena y completamente inalcanzable. Resbalosa como un pez que se saca con la mano del rio, que cuando más cerca se sienta uno de tocar los bordes del arte mismo, de la incalculable magnitud de su deslumbre, se nos escape en menos de un pestañeo.

Esto, que parece sencillo a primera leída lo aprendí después de un proceso larguísimo. Proceso truculento, enrollado y viscoso como serpiente en el que me perdí como un turista que cierra los ojos, que los abre y observa tras su cámara y que sin darse cuenta, de un momento a otro, se pierde, se confunde y recorre errático las calles bajo el sol infernal y la gente ruidosa y transpirada que habla el idioma que se desconoce.

Padecía en esos años de la ilusión mediocre de los que se afiebran a muy temprana edad, los que perdieron la inocencia de forma gradual y tortuosa, con mucho tiempo para sentirse ansioso. Recuerdo las cosas como en tinieblas, como si hubieran sucedido en otro tiempo y lugar, un recuerdo fallido, titubeado, remezclado como el aliento de las madrugadas invernales.

Soy inmigrante del mundo, de la vida que se cuenta. Oídos que no oyen nada, como los míos que se atrofiaron en el cautiverio del egoísmo primitivo e impulsivo.

Sean mis pinceladas las primeras llamas que me calcinan, del primer hervor de mis líquidos humanos.
Sea esta la oración pagana, los versos que me allanen para el rescate arisco, para la batalla campal de mis costillas en contracción.

   Explosión sorda en el espacio.